El Departamento de Lengua Castellana y
Literatura del IES San Antonio quiere hacer una
mención especial a María Goyri y para ello
rescata un artículo publicado en el diario El
Mundo hace ya casi veinte años.
El Mundo, 24 de mayo de 1998
Siguió los pasos de Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán y perteneció a la tercera
generación de mujeres eminentes del XIX. Ingresó como oyente en la Universidad en
1891. Antes de la Guerra Civil trabajó en la Institución Libre de Enseñanza. Dedicó
sus últimos años a la investigación filológica.
Si en el otoño de 1892 le hubieran dicho a María Goyri que, cien años después, la mayoría del alumnado
universitario español sería de sexo femenino, quizá le habría costado un poco creerlo. Pero sólo un poco.
Al fin y al cabo, nadie como ella iba a dedicar tan abnegada y eficazmente su vida para conseguirlo. Fue
la primera universitaria española de la época contemporánea, porque antes de la Contrarreforma y la
Ilustración nuestro país era de los menos cerrados en materia de instrucción y dignificación femeninas.
Pero durante el siglo XIX dos generaciones de mujeres eminentes, cuyas máximas figuras son
Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán, tuvieron que rehacer el camino y el tiempo perdidos. Una
tercera, de la que María Goyri es quizás el nombre más importante, aunque hoy casi olvidado, tuvo que
saltar de siglo para llevar a la práctica lo que en teoría demandaban nuestras primeras feministas.
Humanistas, deberíamos decir; puesto que al defender los derechos de la mujer defendían los de media
Humanidad y nunca hicieron bandera sexista ni sectaria de sus propósitos de igualdad legal, instrucción
general y emancipación individual.
Hay un momento clave en el que la anciana Doña Concepción, la genial Doña Emilia, y la jovencísima
María cruzan sus caminos vitales, tan distintos y tan complementarios. Lo recuerda en su excelente
bosquejo biográfico Antonina Rodrigo y quizá de él habría de partir una historia del feminismo español,
cuando se escriba. Fue en ese mismo año de 1892, en el Ateneo de Madrid, donde tenía lugar el Congreso
Pedagógico Hispano-Portugués-Americano. Salió a debate la ponencia de Concepción Arenal sobre la
educación de la mujer y los dos aspectos que reclamaba: la formación intelectual y la educación física.
Otra mujer muy notable, Carmen Rojo, que dirigía la Escuela Normal de Maestras, se opuso frontalmente
a la reivindicación gimnástica, hecho que puede parecer hoy trivial pero que tiene mucho sentido si
pensamos en todos los tabúes y simbolismos que el cuerpo de la mujer encerraba para la época. Enconado
el debate, saltó a la palestra una joven rubia, alta, de ojos verde agua, que defendió con vehemencia las
tesis de Concepción Arenal. Fue tan apabullante y encendida su intervención que el salón se venía abajo
con los aplausos. Doña Emilia Pardo Bazán se fue hacia la muchacha y le propinó un abrazo de los
suyos, aplastante. Ahí se consagró María Goyri ante el pequeño gran mundo de las intelectuales
españolas, cuya dedicación a la enseñanza ha sido la clave de su éxito final.
Pero María no hablaba a humo de pajas ni por razones meramente teóricas, sino basándose en su propia
experiencia vital. Desde niña había tenido que recurrir, empujada por su madre, al ejercicio físico para
combatir una artritis de origen tuberculoso.
Su progenitora Doña Amalia era una mujer avanzadísima para la época, porque no sólo la metió en el
gimnasio sino que la apuntó a una clase de dibujo con niños varones y le dio ella misma clases de todo,
especialmente de autodisciplina.
A su empuje se debe indudablemente la seguridad en sí misma y la fe en el progreso de la mujer que
llevaron a María, de familia vasca pero nacida en Madrid, ciudad en la que se instaló definitivamente a
los cinco años, a ingresar como oyente en la Universidad junto a su gran amiga Carmen Gallardo en el
curso del 91.Cuando Carmen quedó huérfana de padre -Don Mariano, que cumplió con ella un papel
similar al de Doña Amalia en María- y se casó ese mismo año con un hombre notable, Ibáñez Marín, se
dispuso a continuar su camino sola. Por poco tiempo.
Siendo una personalidad destacadísima, María era también el fruto del esfuerzo de beneméritos apóstoles
de la emancipación femenina y la igualdad de los sexos, como Fernando de Castro, gran amigo de
Concepción Arenal y creador de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer. Entre las secciones
académicas estaba la Escuela de Comercio, en la que la hija de Doña Amalia entró a los 12 años. A los
17 empezó a frecuentar la Institución Libre de Enseñanza y a los 18 y 19, como oyente, y ya como
alumna oficial, entró en la Universidad.
Por cierto que debía ir a la sala de profesores y entrar acompañada de éstos en el aula, sin frecuentar los
pasillos ni sentarse junto a los compañeros en clase. Precauciones estúpidas, concesiones a los prejuicios
de la época, que el ejemplo de María derruyó más eficazmente que todas las argumentaciones.
Curiosamente no fue allí sino otra vez en el Ateneo donde encontró al hombre de su vida, en uno de esos
cruces biográficos que hacen las delicias de los historiadores. Daba allí unas conferencias Marcelino
Menéndez Pelayo, volcado ya en el estudio de las ideas estéticas y de la literatura hispanoamericana, y
a escucharle acudió su antiguo alumno Ramón Menéndez Pidal, ya profesor universitario.
También acudió María, que llamaba la atención en todas partes y sin duda despertó algo serio en el
entonces precocísimo maestro, casi tan precoz como en su día Don Marcelino.
Inclinada vocacionalmente al estudio de la literatura española y, en especial, la primitiva, era inevitable
que la casualidad diera paso a la lógica y María se convirtiera en alumna de Ramón, luego en su
colaboradora y finalmente en su mujer.
Fue el híspido y atormentado sobrino del rey Sabio, el infante don Juan Manuel, quien enlazó
definitivamente esos dos espíritus severamente libres. María preparaba su tesis sobre el Libro del Conde
Lucanor y Ramón un estudio sobre la obra de Don Juan Manuel. Nunca se sabrá qué fue primero, el
enxiemplo o el amor, pero de aquel estudio salieron juntos para el resto de sus vidas. Su luna de miel fue
célebre porque la hicieron siguiendo la ruta del Cid, que así de encantadoramente estudiosa y pacata era
la juventud de la época; y en honor al héroe medieval, redescubierto por Don Ramón, le pusieron a su
primera hija Jimena, como la esposa de Don Rodrigo. Digna hija de María y nieta de Amalia, Jimena
habría de ser la tercera mujer excepcional en la renovación pedagógica del siglo XX español.
En el estilo de la Institución pero también en el vitalísimo de la propia María, el joven matrimonio Menéndez Pidal-Goyri salía de excursión por la Sierra del Guadarrama, acompañado de Jiménez MarínGallardo. Iban de caza, pero no cinegética sino literaria: romances viejos conservados en la tradición oral de la sierra madrileña, en cuya Ermita del Paular pasaban los veranos.
Con los años y la maternidad -tras Jimena llegó Ramón- María empezó a ser Doña María, como Ramón llegó a ser Don Ramón. Ella era una mujer imponente, al decir de los que la veían por primera vez. Su estatura, sus ojos, su porte altivo y la energía que emanaba toda su figura la convertían en modelo de maestra.
Sin embargo, era tan sincero su amor al estudio, tan compenetrada estaba con la obra que lleva el nombre de su marido, tan discretamente llevaba sus asuntos religiosos, familiares y personales que nunca fue objeto de habladurías ni de críticas. Y es incalculable, de nuevo, lo que ese ejemplo supuso para la nueva consideración de la mujer en la España de comienzos de siglo.
Además de las investigaciones sobre el Romancero, el Conde Lucanor y Lope de Vega, su única aventura sentimental -decía ella- con algunos siglos de retraso, María Goyri trabajó hasta la Guerra en el InstitutoEscuela de la Institución Libre de Enseñanza, dedicada a la docencia del español en la Preparatoria. Mantuvo siempre su querencia higienista, combinando el juego y el ejercicio físico con el intelectual, siempre severa y exigente tanto con el niño como, sobre todo, con el maestro. Igual que ella fue alumna de su madre, Jimena lo fue suya y luego maestra de maestras, del Instituto-Escuela al Colegio Estudio. No dejó tampoco de cultivar el periodismo didáctico, y ahí están sus Crónicas Femeninas en la Revista Popular.
La Guerra Civil fue una hecatombe para los Menéndez-Goyri. Estaban en el bando de Franco pero seguían defendiendo sus ideas liberales, incluyendo la educación femenina en todos los ámbitos. El retroceso sólo fue episódico, aunque sórdido. Tras las depuraciones de posguerra y los oscuros años 40, a la sombra de un Imperio de papel biblia o de papel de estraza, según los escribanos, fueron rehaciendo sus vidas y su obra. Jimena tomó el relevo educativo, mientras Doña María se consagraba al archivo familiar y la investigación filológica. Murió en 1955. Literata, pedagoga, feminista, ciudadana, su vida fue una síntesis admirable de ética y estética.
En el estilo de la Institución pero también en el vitalísimo de la propia María, el joven matrimonio Menéndez Pidal-Goyri salía de excursión por la Sierra del Guadarrama, acompañado de Jiménez MarínGallardo. Iban de caza, pero no cinegética sino literaria: romances viejos conservados en la tradición oral de la sierra madrileña, en cuya Ermita del Paular pasaban los veranos.
Con los años y la maternidad -tras Jimena llegó Ramón- María empezó a ser Doña María, como Ramón llegó a ser Don Ramón. Ella era una mujer imponente, al decir de los que la veían por primera vez. Su estatura, sus ojos, su porte altivo y la energía que emanaba toda su figura la convertían en modelo de maestra.
Sin embargo, era tan sincero su amor al estudio, tan compenetrada estaba con la obra que lleva el nombre de su marido, tan discretamente llevaba sus asuntos religiosos, familiares y personales que nunca fue objeto de habladurías ni de críticas. Y es incalculable, de nuevo, lo que ese ejemplo supuso para la nueva consideración de la mujer en la España de comienzos de siglo.
Además de las investigaciones sobre el Romancero, el Conde Lucanor y Lope de Vega, su única aventura sentimental -decía ella- con algunos siglos de retraso, María Goyri trabajó hasta la Guerra en el InstitutoEscuela de la Institución Libre de Enseñanza, dedicada a la docencia del español en la Preparatoria. Mantuvo siempre su querencia higienista, combinando el juego y el ejercicio físico con el intelectual, siempre severa y exigente tanto con el niño como, sobre todo, con el maestro. Igual que ella fue alumna de su madre, Jimena lo fue suya y luego maestra de maestras, del Instituto-Escuela al Colegio Estudio. No dejó tampoco de cultivar el periodismo didáctico, y ahí están sus Crónicas Femeninas en la Revista Popular.
La Guerra Civil fue una hecatombe para los Menéndez-Goyri. Estaban en el bando de Franco pero seguían defendiendo sus ideas liberales, incluyendo la educación femenina en todos los ámbitos. El retroceso sólo fue episódico, aunque sórdido. Tras las depuraciones de posguerra y los oscuros años 40, a la sombra de un Imperio de papel biblia o de papel de estraza, según los escribanos, fueron rehaciendo sus vidas y su obra. Jimena tomó el relevo educativo, mientras Doña María se consagraba al archivo familiar y la investigación filológica. Murió en 1955. Literata, pedagoga, feminista, ciudadana, su vida fue una síntesis admirable de ética y estética.